Mucho ruido y pocas nueces. Así podríamos resumir los resultados artísticos de ‘Transformers: La era de la extinción’, la cuarta película dirigida por Michael Bay con los robots extraterrestres de la juguetera Hasbro en los papeles protagonistas. Como suele ocurrir en la obra del taquillero realizador, la cinta es la máxima expresión del espectáculo por el espectáculo con un mínimo sustento dramático.
El horrible guion de Ehren Kruger, habitual en la franquicia desde la segunda entrega de la franquicia cinematográfica, aúna con poco acierto la problemática historia de un padre, inventor sin éxito, y su hija adolescente con una cierta crítica al poder de las grandes empresas y las habituales luchas entre grandes robots de diverso signo. El libreto nunca logra combinar sus diversos elementos de manera fluida superponiéndose los unos a otros en un conjunto donde las secuencias de acción sumamente confusas son las amas de la función.
Bay enmascara tal engrudo con sus habituales rasgos de estilo, esos que le han llevado a ser catalogado como un ‘autor vulgar’. Así no faltan los mareantes movimientos de cámara, el adrenalítico montaje, los atardeceres preciosistas, la inclusión de canciones pop en medio de imágenes propias del videoclip, el humor lerdo y una machacona banda sonora de Steve Jablonsky. El resultado es un largometraje efectista y fallero que es una nueva demostración del ruido y la furia propias del cineasta.
No obstante, dentro de este armatoste con apariencia de película, se puede destacar algún elemento que sobresale respecto a anteriores entregas de la saga. El algo marmóreo Mark Wahlberg, en el papel del maduro ingeniero amigo de los Autobots y padre de una adolescente que quiere dejar el nido, parece más idóneo como protagonista que el gesticulante Shia LaBeouf, actor que protagonizó las tres primeras entregas. Por otra parte, Stanley Tucci, que encarna a un empresario armamentístico que desea hacer negocio con el gobierno de Estados Unidos, logra arrancar alguna sonrisa con su histrionismo marca de la casa. No se puede decir lo mismo del habitualmente estupendo Kelsey Grammer, que encarna de manera un tanto inexpresiva a un agente de la CIA con oscuras intenciones.